Su cabellera era un helecho ensortijado que de trecho en trecho se enredaba en sí mismo, complicando el cursar de la peineta. Había nacido en el Bajo de Coyula, en un extremo de la ranchería, donde los guanacaxtles descolgaban los nidos de calandrias, señalando el tiempo por venir. Allí se le reveló el nahual que sería, marcando su destino sin remedio.
Su crecida de chamaca pasó entre viajes a la playa y la laguna donde aprendió de su padre las artes refinadas de la pesca; el raspado del salitre, la puesta del tapexco y los comales para el cuajado de la sal que le enseñó su madre y el retumbar de sus pies en la artesa al ritmo de la charrasca, el cajón, la vihuela y el violín que tocaban los viejos del pueblo. En uno de esos fandangos ocurrió su huída con un joven de una ranchería vecina, con quien se había apalabrado en una de las fiestas que reúnen de tiempo en tiempo a los pueblos de los Bajos.
Pronto se dio cuenta del error, porque su marido se imponía con violencia, aún cuando a ella no le faltaba carácter. Le hizo un chamaco y la abandonó.
Su nahual despertó una mañana, cuando el sol calentaba los techos de palma real del caserío. Corrió y corrió entre el monte viejo del Cerro del Vigía y se fue a apostar al pié de un pochote con frutos que atraían la mirada sedienta de cualquiera a medio monte. Otro nahual venido del rumbo de Yolina que deambulaba por el cerro, se aproximó persiguiendo el olor sutil de los frutos globulosos.
La atracción de los nahuales fue instantánea. Y en un tris entraron en éxtasis y la mañana había cambiado.
Hasta aquí todas las historias de nahuales habían sido para causar “daño”, para contar que algún animalito estaba amarrado en el sol y de gente que se moría por que habían matado a su nahual.
Allí, con él, a través de su nahual, se sintió mujer por primera vez. Las uvas de monte, que dan comezón en la boca cuando se les prueba, fueron el sustrato de savias que los condujo a un lugar paradisíaco y sus voces y cuerpos se perdieron en la oscura noche de Comala, rumbo al Cerro de la Pluma. Después el mar mojó sus pies en el interior de un caracol de Zipolite y el nahual los secó a besos con sus labios teñidos de púrpura.
Desde ese momento cada amanecer tuvo la necesidad de transformarse en su nahual hasta que una ola de conjuros les hizo ver su error. Los nahuales no estaban hechos para eso, decían los más viejos.
Hablaron los amantes. Le dieron varias vueltas al asunto y para encontrar salida consultaron a un Ndoso, que es un nahual de nahuales y se puede convertir en piedra, animal, viento, rayo o estrella.
Ndoso no vio otro recurso más que actuar directa y rápidamente sin avisarles. En un acto de transfiguración que pueden hacer, convirtió a los nahuales amantes. A ella la volvió una cierva del Cerro del Vigía y al él un lagarto del estero de Zapotengo, de modo que no tuvieran forma de juntarse vuelta más.
Después quedaría todo como un sueño lejano. Pero Ndoso les dejó un consuelo. La última noche de cada año, en sueños, la cierva baja rumbo a los esteros de Zapotengo a mojarse los pies en la lengua espumosa de la playa de Tembo, para que después el lagarto se los seque amorosamente con sus labios.
Después se encontraron, pero no se conocieron, por que como decía mi madre que nació en Tahueca y creció en Coyula, solamente la gente que sabe puede verlos.
Francisco Ziga
Pochutla, Oaxaca, diciembre del 2008.
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