Por: Francisco Ziga
Soy el loco que Carlota de Bélgica trae dentro, pretendiendo que siga la historia contada y no contada por Don Fernando del Paso, quien conoció a la Emperatriz de México y América, y que aún con todo, no dijo lo que vio, ni todo lo que le dije, porque cuando le hicimos reverencia frente a su carruaje de color púrpura y adornado con piedras preciosas traídas de todos los continentes y otras extraídas del subsuelo mexicano, como turquesas, jade y ámbar de Chiapas, que esperábamos los domingos en la salida del Castillo de Chapultepec, no le conté todo; lo que sí sabía era que en un arrebato de atrevimiento le había dado, bajo el pretexto de entregarle una petición, unos haikús, los que Del Paso había revisado y aprobado; sabía que Carlota había quedado prendida de los poemas japoneses, porque no le cuadraba todo lo que le malescribía Maximiliano; sabía que se había vuelto un ritual de todos los domingos la espera del carruaje en la puerta del Castillo de Chapultepec y que, al recibir los haikús entintados y rubricados con un monograma que no era imperial, sus letras en una estructura de cinco sílabas en el primer verso, siete en el segundo y cinco en el tercero, le causaban un rubor indescriptible y la retrotraían a las mañanas enneblinadas de su lejanas tierras; sabía Fernando que, en arrebato genial, me había hecho subir a su carruaje empedrado con minerales preciosos, pero lo que no supo es que Carlota mandó a freír papas a su dama de honor, a su guardia imperial y al conductor del carruaje y que tomamos las riendas de los potros briosos y nos fuimos con rumbo desconocido, hablando de las almenas del Castillo de Miramar y las arenas blancas de Huatulco; el otro Fernando, el emperador, que nunca había tenido conocimiento de las carnes de Carlota, en ese día del arrebato, estaba bañándose en la poza de la Quinta Borda, en Cuernavaca, deleitándose con el cuerpo moreno de Concepción Sedano, mirándose en sus ojos negros y acariciando su piel sedosa de un color cetrino salpicada de puntos rosáceos, oliendo su cuerpo fragante de rosas que cultivaba su marido, el jardinero de la Quinta Borda; y así fue como, día a día, escribí uno o varios poemas, eso no lo supiste Fernando Del Paso, ya no supiste que de tantos poemas que escribí a Carlota, se fue haciendo un libro que contenía seiscientos treinta poemas, porque no te lo conté Fernando, ya no te lo conté porque como te conocía bien, sabía que lo ibas a publicar, como publicaste Noticias del Imperio, en el año de mil novecientos ochenta y siete y no dijiste nada de eso, porque no te lo conté, así como no te conté que yo estuve detrás de Carlota Regente de la Ciudad de los Palacios cuando Max, como escapista, se iba a cazar mariposas y lagartijas y a desnudar la piel de Concepción Sedano, que era de Jonacatepec, Morelos, porque yo también la conocí bañándose en Puerto Ángel con su perfil de diosa, con su trino de voz, con su piel rosácea y cetrina de fragancias encantadoras; no supiste Fernando, que Carlota, después del viaje desbordado de su carruaje imperial, no se incomodó de los continuos deslices de Max, de su escapismo, porque incluso en el viaje que hicimos a Yucatán a conocer la cultura maya y a bañarnos en los cenotes sagrados, era Carlota quien seguía dando las instrucciones para el fracasado Segundo Imperio Mexicano, porque todo era una locura, todo; así como es falso que la quisieran envenenar en México con Toloache, con Ololiuhqui, porque el Toloache yo se lo di, porque conozco la dosis perfecta que me enseñó la señora Ernestina, mujer de Juan Soriano, la que me curó con sebo de vela, la que me enseñó a curar con la semilla de la virgen, porque yo se la di, Fernando, eso nunca supiste, que yo entronicé a la Emperatriz en el uso de las plantas sagradas mexicanas, porque fuimos con Doña Tina a Cabeza de Iguana, cerca del mar Pacífico a ver a la virgencita, a tomar una maquila de la fruta de la flor moradita, la del bejuco velludito, la planta a la que uno debe pedir permiso para cortar sus semillas, esa que no debe estar a orilla de camino, sino resguardada en el monte, pura y acordonada por plantas silvestres, pura como se conservó Carlota, porque Max nunca le puso una mano encima, y que yo le escribí Nueve razones, y dije que siempre estaría en mi vida, porque en Huatulco, allí, le compuse los mejores poemas, allí le compuse algo que no puedo olvidar, que me sé de memoria, porque dice: “Al oboe de una perla, a la lira de un coral, al cello de la espuma, al canto de mi mar, le falta tu presencia, le falta tu trinar, Libres en Paraíso, prescindiendo de atuendos en Ventura, entonando con delfines un crescendo a oscuras, xerófitas oyendo la rapsodia desnuda”, que así dice, porque allí nos bañábamos desnudos, en Ventura Huatulco, la playa más hermosa del mundo y que ese poema se lo escribí en la arena blanca, para que no se borrara de su mente y se la susurré al oído, por eso se volvió loca; te volviste loca Carlota pero tu locura no era otra cosa sino una locura de amor, una locura de la semilla del Quiebraplatos, que no fue una locura de arrepentimiento, porque nunca te metiste con Van Der Smissen ni con ningún otro cabrón, porque no fue esa la locura que te llevó hasta mil novecientos veintisiete al Castillo de Bouchout, porque sí tuviste un hijo, pero no fue de Max, porque ese cabrón escapista y pusilánime y a quien todo le valió madre, nunca te puso la mano encima, siempre te abandonó, como cuando llegaron por primera vez al Palacio Nacional de la Ciudad de México, que se fue a dormir a una mesa de billar y tú te quedaste en una silla sin dormir toda la noche porque el lugar estaba atestado de pulgas; no te puso la mano ni Max ni Juárez, ni nadie, sólo yo, porque ese hijo que tuviste fue mío, te fuiste preñada de México y lo pariste en el Castillo de Miramar, lo crío una mujer nahua de Comala, cerca de Toltepec, porque por allá lo procreamos Carlota, lo trajeron desde Miramar, de contrabando, y aquí lo recibí en Veracruz y creció entre la Ciudad de los Palacios y Huatulco, entre los volcanes y la arena blanca de Ventura y Coyula, mientras tú te quedaste en ese viaje interminable, porque te llevó el vuelo de la Virgen, el Ololiuhqui, el Quiebraplatos, la semilla que se tiene que tomar a medianoche, la que te hace soñar, como decía Margarito el tintorero de caracol púrpura de Pinotepa de Don Luis, que siempre viene a Huatulco a buscar el caracolito para los pozahuancos de las mujeres de Ñuu Savi, la tierra de la lluvia, de la semilla que te da un golpe de mar, te traslada dea viaje hasta el cielo y de allí te vuelve al mar a ver los peces de colores de la playa de Estacahuite y a mecerte en las olas majestuosas de Zipolite, te quedaste allí hasta mil novecientos veintisiete en el Castillo de Bouchout, mirando al mar, haciendo de cuenta que estabas embelesada en Ventura, alucinada tu mirada ante la arena blanca de la playa, el azul turquesa del mar, el chingo de ripio con peces de colores, la vegetación de las más variadas tonalidades del verde, embelesada con la fragancia del Palo Santo, del moteado de la selva por la flor del Ocotillo y por el despunte violeta y el azul intenso del Quiebraplatos; y allí te dije que la tarde ya no era la misma, que alfombrabas todo el monte en un abrazo místico a la tierra, que vivíamos ese tiempo eterno, instantáneo, asombroso, indefinible; allí vi tu fuente de vida, abriéndose un camino desconocido, porque imaginé tu espalda como un surco de siembra y a mí como un árbol frondoso de semillas, un árbol que suspiraba, también te dije “ya no existo, no soy Ser, soy la Nada”; la nada en que terminó el Segundo Imperio Mexicano, porque todo fue una locura, todo, porque ustedes no tenían razón, o la razón que traían no era la nuestra, porque los mexicanos nunca dijimos que queríamos un emperador ni una emperatriz, aunque después de todo no estuvo mal que llegaste ya media loca, por eso te amé Carlota y te completaste aquí en México, en el Ombligo de la Luna, porque yo te di la Flor de Luna y tú me diste tu ombligo , tu centro erótico, ese que vi en Huatulco y que nunca vio Maximiliano, donde derramé licor de corozo, tuba, mezcal, bacanora, sotol, charanda, aguardiente de punta y pulque Carlota, pulque del altiplano mexicano y allí te quedaste siempre conmigo, porque eres todas las mujeres a quienes sigo dando el elixir de la luna, la semilla negra de la virgen, y por eso fue que mandaste a la chingada a Max, el pendejo que nunca te quiso, porque no murió en el Cerro de las Campanas, porque Juárez lo perdonó como dice la gente, porque ambos eran masones, y se largó a la chingada a Centroamérica, donde vivió todo jodido y como ermitaño, mientras tú tuviste que soportar tu soledad en Bouchout, y tu locura, y tu viaje permanente de la Flor de la Luna, por eso es que cada luna llena me sobreviene la nostalgia de ti, porque no aguantaste los disparos de la semilla ácida de la Ita Yoo, del Quiebraplatos, del Ololiuhqui, la planta sagrada de los dioses, quienes fueron los que te mataron, nuestros dioses, no nosotros, porque nosotros los perdonamos, porque nosotros los mexicanos no somos cobardes, no matamos, tú te mataste sola, como en Huatulco, y tú me medio mataste, pero yo nunca sucumbí como tú, que quedaste postrada pensando en tu hijo, Soluna, que cuando moriste ya estaba viejo en Huatulco, viviendo en Playa Ventura, donde volvió, volvió a donde fue procreado, porque su nahual era una tortuga, que él sí tuvo, porque tú nunca tuviste un nahual como Soluna y como yo, por eso le dije a Fernando del Paso que todo es como un rompecabezas y que su libro no habló de los poemas, de los haikús, del Ita yoo, del ripio de Playa Ventura, de los pasos de Carlota en la Playa de Tembo, que hacían cantar su arena y que aún cantan bajo mis pasos, del caracol marino que le regalé a Carlota, de Soluna, de la disolución del amor de Carlota por Max, de que
llegó virgen a Huatulco y que allí quedó preñada y que todo su amor hacia México era un amor hacia mí, el loco, y que yo, tu amigo, Fernando del Paso, nunca me cargó la chingada, porque en mi tierra, Huehuetán laguna, decimos que, para quienes tenemos un nahual de lagarto, no existe la muerte.
9/28/2017
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